Las
funciones
Dado que todo sistema es la combinación de unidades cuyas clases son conocidas, hay que dividir primero el relato y determinar los segmentos del discurso narrativo que se puedan distribuir en un pequeño número de clases, en una palabra, hay que definir las unidades narrativas mínimas.
Es
necesario que el sentido sea desde el primer momento el criterio de unidad: es
el carácter funcional de ciertos segmentos de la historia que hace de ellos
unidades: de allí el nombre de funciones que inmediatamente se le ha dado a
estas primeras unidades. Las funciones son unidades de contenido que fecundan
el relato con un elemento que madurará más tarde al mismo nivel, o, en otra
parte, en otro nivel.
Hay dos clases de unidades: unas son distribucionales y otras integradoras.
La distribucionales corresponden a las funciones de Propp: la compra de un revolver tiene correlato el momento en que se lo utilizará (y si no se lo utiliza, la notación se invierte en signo de veleidad, etcétera), levantar el auricular tiene como correlato el momento en que se lo colgará, la intrusión de un loro en la casa de Felicité tiene como correlato el episodio del embalsamamiento, etcétera.
Hay dos clases de unidades: unas son distribucionales y otras integradoras.
La distribucionales corresponden a las funciones de Propp: la compra de un revolver tiene correlato el momento en que se lo utilizará (y si no se lo utiliza, la notación se invierte en signo de veleidad, etcétera), levantar el auricular tiene como correlato el momento en que se lo colgará, la intrusión de un loro en la casa de Felicité tiene como correlato el episodio del embalsamamiento, etcétera.
Las
unidades integradoras comprenden los indicios (en el sentido más general de la
palabra), indicios caracterológicos que conciernen a los personajes,
informaciones relativas a su identidad, notaciones de “atmósferas”. La relación
de la unidad con su correlato es integradora ya que para comprender “para qué
sirve” una notación indicional, hay que pasar a un nivel superior (acciones de
los personajes o narración) pues sólo allí se devela el indicio. Los indicios
son unidades semánticas pues remiten a un signicado, a diferencia de las
funciones que remiten a una operación.
Es
posible distinguir indicios propiamente dichos, que remiten a un carácter, a un
sentimiento, a una atmósfera (por ejemplo de sospecha), a una filosofía, e
informaciones , que sirven para identificar, para situar en el tiempo y el espacio.
Decir que James Bond está de guardia en una oficina cuya ventana abierta deja ver la luna entre espesas nubes que se deslizan, es dar el indicio de una noche de verano tormentosa y esta deducción misma constituye un indicio atmosférico que remite a un clima pesado, angustioso de una acción que aún no se conoce.
La cobertura funcional del relato impone una organización de pausas, cuya unidad de base no puede ser más que un pequeño grupo de funciones que llamaremos aquí una secuencia. Una secuencia es una sucesión lógica de núcleos unidos entre sí por una relación de solidaridad: la secuencia se inicia cuando uno de sus términos no tiene antecedente solidario y se cierra cuando otro de sus términos ya no tiene consecuente. Pedir una consumición, recibirla, consumirla, pagarla: estas diferentes funciones constituyen una secuencia evidentemente cerrada, pues no es posible hacer preceder el pedido o hacer seguir el pago sin salir del conjunto homogéneo “Consumición”. La secuencia constituye una unidad nueva, pronta a funcionar como el simple término de otra secuencia más amplia.
Decir que James Bond está de guardia en una oficina cuya ventana abierta deja ver la luna entre espesas nubes que se deslizan, es dar el indicio de una noche de verano tormentosa y esta deducción misma constituye un indicio atmosférico que remite a un clima pesado, angustioso de una acción que aún no se conoce.
La cobertura funcional del relato impone una organización de pausas, cuya unidad de base no puede ser más que un pequeño grupo de funciones que llamaremos aquí una secuencia. Una secuencia es una sucesión lógica de núcleos unidos entre sí por una relación de solidaridad: la secuencia se inicia cuando uno de sus términos no tiene antecedente solidario y se cierra cuando otro de sus términos ya no tiene consecuente. Pedir una consumición, recibirla, consumirla, pagarla: estas diferentes funciones constituyen una secuencia evidentemente cerrada, pues no es posible hacer preceder el pedido o hacer seguir el pago sin salir del conjunto homogéneo “Consumición”. La secuencia constituye una unidad nueva, pronta a funcionar como el simple término de otra secuencia más amplia.
Las acciones
A
partir de Propp, el personaje no deja de plantear al análisis estructural del
relato el mismo problema: por una parte, los personajes (cualquiera sea el
nombre con que se los designe: dramatis personae o actantes) constituyen un
plano de descripción necesario, fuera del cual las pequeñas “acciones” narradas
dejan de ser inteligibles, de modo que se puede decir con razón que no existe
en el mundo un solo relato sin personajes.
El análisis estructural define al personaje no como un “ser” sino como un “participante” en una esfera de acciones, siendo esas esferas poco numerosas, típicas, clasificables. Greimas propuso describir y clasificar los personajes del relato, no según lo que son, sino según lo que hacen, (de allí su nombre de actantes), en la medida en que participen de tres grandes ejes semánticos, que son la comunicación, el deseo o la búsqueda y la prueba; como esta participación se ordena por parejas, también el mundo infinito de los personajes está sometido a una estructura paradigmática (Sujeto/Objeto, Donante/Destinatario, Ayudante/Opositor) proyectada a lo largo del relato; y como el actante define una clase, puede ser cubierto por actores diferentes, movilizados según reglas de multiplicación, de sustitución o de carencia.
Al describir al personaje en la esfera de las Acciones, se accede a un segundo nivel de análisis.
El análisis estructural define al personaje no como un “ser” sino como un “participante” en una esfera de acciones, siendo esas esferas poco numerosas, típicas, clasificables. Greimas propuso describir y clasificar los personajes del relato, no según lo que son, sino según lo que hacen, (de allí su nombre de actantes), en la medida en que participen de tres grandes ejes semánticos, que son la comunicación, el deseo o la búsqueda y la prueba; como esta participación se ordena por parejas, también el mundo infinito de los personajes está sometido a una estructura paradigmática (Sujeto/Objeto, Donante/Destinatario, Ayudante/Opositor) proyectada a lo largo del relato; y como el actante define una clase, puede ser cubierto por actores diferentes, movilizados según reglas de multiplicación, de sustitución o de carencia.
Al describir al personaje en la esfera de las Acciones, se accede a un segundo nivel de análisis.
La narración
El problema de la comunicación narrativa radica en describir el código a través del cual se otorga significado al narrador y al lector a lo largo del mismo.
¿Quién es el dador del relato? Desde nuestro punto de vista el narrador no es una persona, el autor, en quien se mezclan sin cesar la personalidad y el arte de un individuo perfectamente identificado que periódicamente escribe una historia, el relato; no es una conciencia total, aparentemente impersonal, que emite la historia desde un punto de vista superior, el de Dios; tampoco, según una concepción más moderna que señala que el narrador debe limitar su relato a lo que pueden observar o saber los personajes: todo sucede como si cada personaje fuera a su vez el emisor del relato. Desde nuestro punto de vista, narrador y personajes con esencialmente “seres de papel”; el autor (material) de un relato no puede confundirse para nada con el narrador de ese relato; los signos del narrador son inmanentes al relato y, por lo tanto, perfectamente accesibles a un análisis semiológico.
La persona psicológica (de orden referencial) no tiene relación alguna con la persona lingüística, la cual no es definida por disposiciones, intenciones o rasgos, sino sólo por su ubicación (codificada) en el discurso.
El análisis del relato se centra sobre el discurso en situación de relato, esto es un conjunto de protocolos según los cuales es consumido el relato. El nivel narracional está constituido por los signos de la narratividad, el conjunto de operadores que reintegran funciones y acciones en la comunicación narrativa articulada sobre su dador y su destinatario.
Este nivel narracional es el último que puede alcanzar nuestro análisis sin salirse del objeto-relato, sin transgredir la inmanencia que está en su base. Pero la narración recibe su sentido del mundo que la utiliza: más allá del nivel narracional, comienza el mundo, es decir, otros sistemas (sociales, económicos, ideológicos), cuyos términos ya no son sólo relatos, sino elementos de otra sustancia (hechos históricos, determinaciones, comportamientos, etc.)
El nivel narracional tiene un papel ambiguo: siendo contiguo a la situación de relato (y aún a veces incluyéndola) se abre al mundo, en el que el relato se deshace (se consume); pero, al mismo tiempo, al coronar los niveles anteriores, cierra el relato y lo constituye definitivamente como palabra de una lengua que prevé e incluye su propio metalenguaje.
El sistema del relato
La complejidad de un relato puede compararse con la de un organigrama, capaz de integrar los movimientos de retroceso y los saltos hacia delante; o más exactamente, es la integración, en sus formas variadas, la que permite compensar la complejidad, aparentemente incontrolables de las unidades de un nivel; es ella la que permite orientar la comprensión de elementos discontinuos, continuos y heterogéneos (tales como el sintagma que no conoce más que una sola dimensión: la sucesión); si llamáramos con Greimas, isotopía a la unidad de significación (por ejemplo, la que impregna un signo y su contexto), diremos que la integración es un factor de isotopía: cada nivel integrador da su isotopía a las unidades del nivel inferior y le impide al sentido oscilar –lo que no dejaría de producirse si no percibiéramos el desajuste de los niveles-. Sin embargo, la integración narrativa no se presenta de un modo serenamente regular; a menudo, el relato se presenta como una sucesión de elementos imbricados que orientan una lectura horizontal y también vertical, hay una suerte de “cojear estructural”, como un juego incesante de potenciales cuyas caídas variadas dan al relato su “tono” o su energía: cada unidad es percibida en su aflorar y en su profundidad y es así como el relato avanza: por el concurso de esas dos vías la estructura se ramifica, prolifera, se descubre –y se recobra-: lo nuevo no deja de ser regular.
La función del relato no es la de “representar”, sino montar un espectáculo. El relato no hace ver, no imita; la pasión que puede inflamarnos al leer una novela no es la de una “visión” (de hecho, nada vemos), es la del sentido, es decir, de un orden superior de la relación, el cual también posee sus emociones, sus esperanzas, sus amenazas, sus triunfos: “lo que sucede” en el relato no es, desde el punto de vista referencial (real), literalmente nada; “lo que pasa”, es sólo el lenguaje, la aventura del lenguaje, cuyo advenimiento nunca deja de ser festejado
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